La necesaria profesionalización de la política

  1. IBARRA CASTILLO, JOSE MARIA
Dirigida por:
  1. Óscar Pérez de la Fuente Director/a

Universidad de defensa: Universidad Carlos III de Madrid

Fecha de defensa: 26 de septiembre de 2022

Tribunal:
  1. Rafael Fernando de Asis Roig Presidente/a
  2. Hilda María Garrido Suárez Secretario/a
  3. Ramón Ruiz Ruiz Vocal

Tipo: Tesis

Teseo: 739134 DIALNET

Resumen

La propuesta de esta Tesis es la definitiva asunción de la profesionalización de la política, una admisión que tenga la fuerza suficiente como para generar una renovada credibilidad basada en la deontología profesional. Se pretende reivindicar un cambio de paradigma, traducido en la elaboración de un código deontológico específico para el profesional de la política que, de manera similar a otros ámbitos, constituya la base de regulación de toda la profesión. Y es que se advierte en este oficio un palpable desconcierto en cuanto a su definición, puesto que las propias personas que se dedican a la política abjuran de ser calificadas como profesionales, aunque la realidad es acertada en la definición, puesto que, como en el resto de profesiones, se trata de hombres y mujeres que reciben unos emolumentos por desempeñar una labor profesional determinada. Tomando como base el estudio de Victoria Camps y Adela Cortina al respecto (“Las éticas aplicadas”, Alianza Editorial, Madrid, 2009), se estudia la evolución de las éticas aplicadas a las diferentes profesiones, observando cómo éstas han nacido de “la necesidad de confianza”. Cuando esta certidumbre en una profesión es puesta en cuestión, se hace imprescindible para la regeneración de la confianza su revitalización ética, asumiendo cuáles son sus excelencias y manteniendo los principios que la orientan profesionalmente. Si consideramos este razonamiento viable para cualquier profesión ¿por qué no para el mundo de la política en activo? ¿Es que quizá no encontramos síntomas de una razonable falta de credibilidad en la persona que nos representa políticamente? Sabido es que la política contemporánea aduce de una serie de características, no siempre saludables, que pueden conducir a cierta dosis de apariencia de deslegitimación, que corren paralelas a una desafección ciudadana por la política. Estos indicios de aversión tienen que ver con una consideración encaminada a valorar la mala calidad de los políticos, tendente a la mediocridad. Esta “mala política”, aunque perpetrada por unos pocos, a menudo tiende a contemplarse como un todo, y se convierte en un hecho permanentemente constatable, que no redunda precisamente en beneficio del prestigio del oficio de político, sino más bien al contrario, pues desluce la buena gestión que otros políticos con vocación al servicio público llevan a cabo abnegadamente y con altas dosis de honorabilidad. Se incide en que esta situación no es sostenible indefinidamente. De hecho, en la actualidad, se hace patente una fractura entre representantes y representados, y se alerta de los evidentes peligros de un desinterés ciudadano, que puede devenir en abandono de todo aquello que tenga relación con la política. Esta desidia puede acarrear, entre otros efectos nocivos, un incremento del protagonismo de otros actores poco deseables (como los populismos, que se alimentan justamente de esta animadversión hacia la política.). Si la ciudadanía abandona la política, ¿qué legitimidad queda?, y peor aún ¿qué nuevos elementos se harán con el control de la política si los que dicen ser nuestros representantes, en realidad no representan a nadie? Una de las pocas vías de solución podría consistir en un nuevo empoderamiento ciudadano, donde el individuo tome de nuevo conciencia de su poder en el gobierno representativo y en el propio Estado de Derecho, y tenga por sabida su capacidad de cambiar aquello con lo que no está de acuerdo. El problema es que este empoderamiento, para conseguir aquello de lo que se considera merecedor en materia política, sólo será posible si la sociedad dispone de una ciudadanía virtuosa. Este horizonte preocupante, que no tiene visos de cambiar de manera sustancial en los parámetros de la democracia representativa en algunos países con democracias consolidadas, al menos en un futuro cercano, enmarca esta reclamación de un cambio de paradigma. En este sentido y coincidiendo con el pensamiento republicano, una de las posibles soluciones pasaría por una educación cívica adecuada, con la suficiente capacidad como para formar a las generaciones futuras, para que sean ellas las encargadas de cambiar aquello que no parece ajustarse a las legítimas pretensiones ciudadanas en cuanto a lo que esperan de sus representantes políticos. Lamentablemente este tipo de propuestas educativas son con facilidad tergiversadas y mal interpretadas, apareciendo, más pronto que tarde, inculpaciones recelosas en su contra, con acusaciones de posturas cercanas al adoctrinamiento. Así, desgraciadamente, en la actualidad, en nuestro país al menos, la juventud, los adultos del mañana, carece de una formación adecuada en educación en valores democráticos y de buen gobierno, por mucho que desde instancias supranacionales se reclame con perseverancia. Pero lo peor del caso no es que las autoridades parecen estar poco preocupadas por este vacío educativo, sino que la ciudadanía parece mantenerse indiferente ante esta importante carencia. Descartada, al menos en el corto plazo, la vía de un incremento de la educación cívica, que sea capaz de forjar a ciudadanos comprometidos con el gobierno de su comunidad del mañana, se propugna en esta Tesis Doctoral una alternativa. Es mi impresión que la ciudadanía, pecando de ingenuidad, ha adolecido de una demasía de confianza hacia sus representantes políticos, considerando que el solo hecho de conseguir una victoria en una contienda electoral, es suficiente mérito como para que el electorado pueda fiarse y creer en ellos, concediéndoles, al menos durante la vigencia de la legislatura, una credibilidad casi a ciegas, de la que no siempre son merecedores. El ciudadano, con su resiliencia característica, ha sabido siempre sobreponerse a situaciones adversas, y aunque el camino fácil es abandonar “la política para los políticos” y “votar al menos malo” de los candidatos, reivindico desde estas líneas que no se puede admitir esta rendición. Una mayor concienciación cívica, tomando serena constancia del papel preponderante que el ciudadano debe tener en una sociedad, se convierte en un nuevo objetivo. Aumentar la desconfianza hacia el representante, incrementando la vigilancia y exigiendo no sólo una buena gestión, sino una transparencia total y absoluta, aumentando el recelo hacia las decisiones tomadas, incrementando el escepticismo ante las arengas políticas, elevando la suspicacia y la precaución ante las resoluciones gubernamentales, y exigiendo toda la responsabilidad en la gestión política, sólo depende de la voluntad ciudadana. Puede que se tenga un largo camino, pero no debe olvidarse que, hasta la más larga marcha, aun para el camino más arduo y dilatado, siempre comienza por un primer paso. Y específicamente sobre la exigencia de responsabilidad profesional es sobre lo que quiero incidir. ¿Cómo es posible que se detecte claramente el concepto de responsabilidad en cualquier profesión, como la de médico, abogado, ingeniero o arquitecto, y en cambio este concepto parece totalmente confuso en el oficio de político? ¿Qué dicta la conciencia profesional de un político? ¿Debe fidelidad a sus electores, obligándose a cumplir las promesas electorales? ¿Debe velar por el bien común a pesar de que ello contravenga su credo político o sus preferencias personales? Existe un segundo punto clave generador de perplejidad, a mi entender, y es que se debe aceptar de una vez por todas una verdad tan evidente que parece, lastimosamente, difícil de creer. La política debe ser un oficio accidental y esporádico. El espíritu mismo de la democracia dice que entre la ciudadanía, se escoge al mejor entre sus iguales para liderar el grupo/tribu/sociedad durante un tiempo determinado. Un tiempo finito. Cuando se constata que la mediocridad se ha apoderado de nuestros gobernantes cuando no de nuestros más altos dirigentes, creando los llamados “funcionarios de partido”, políticos a los que no se les conoce una vida laboral en el ámbito privado, donde probablemente tendrían un difícil encaje, y que una vez que entran en la formación política, van encadenando un puesto tras otro, siempre a costa de las arcas públicas. Políticos que ejecutan sin rechistar las directrices recibidas del “todopoderoso” aparato del partido, que se ha convertido, más que en un elemento representativo de la ciudadanía, en un auténtico lobby de poder, completamente alejado de la realidad, cuya única preocupación se basa en el mantenimiento del poder (si ya está en él) o en la consecución del mismo (si está en la oposición), a cualquier precio, y desgraciadamente no se trata de un eufemismo. Mi conclusión es que se hace necesario promover un vuelco en nuestra cultura política para que la ciudadanía exija esta eventualidad en los cargos de sus representantes. Simplemente, en aras de la salud democrática de nuestra sociedad, no es admisible la existencia de un grupo de personas que parasiten los cargos públicos electos, cercenando una necesaria y oxigenante renovación periódica. ¿Por qué es tan difícil asumir que un político tiene un trabajo eventual, con fecha de caducidad? La herramienta con la que esta investigación pretende dotarse para conseguir un renovado control de la acción de los representantes, es una profesionalización efectiva del oficio de político, equiparándolo al resto de profesiones, y adecuando su comportamiento en base a una normativa deontológica que guíe su actuación de una manera firme, clara y con posibilidad punitiva, al menos en el terreno del prestigio y la honorabilidad. Haciendo referencia al trabajo de Hugo Aznar (“Comunicación responsable. Deontología y autorregulación de los medios”, Ariel, Barcelona, 2005), donde plantea para el periodismo profesional una serie de reflexiones que bien pueden ser tratadas desde el prisma político (“La ética periodística no puede limitarse a la proclamación de principios y la exigencia de que los periodistas los respeten.”), y que ponen de manifiesto que no se trata únicamente de elaborar la norma, sino de llevarla a su aplicabilidad, esta investigación trata de estudiar y analizar comparativamente los diferentes códigos deontológicos profesionales existentes más relevantes, para elaborar con la síntesis de todos ellos una norma deontológica específica para el profesional de la política. El eje de mi propuesta gira entorno a la pregunta: ¿Qué tiene de diferente el oficio de político que no ha podido ser homogeneizado al resto de profesiones? De nada sirve incidir en su idiosincrasia, en su eventualidad, en su vocación de servicio público, si no se alza una normativa deontológica que lo regule, tal y como sucede con la mayor parte de las profesiones. Abogo pues, en esta Tesis Doctoral, por cubrir un inexplicable vacío legislativo como es la falta de reglamentación profesional del oficio de político. Se puede perseverar en la patente diferenciación del oficio de político con el resto de profesionales, y tomarlo como excusa para mantener su alegalidad, o, mejor dicho, la ausencia de una normativa ética específica. Pero también se puede mantener la obstinación en considerar al político como a cualquier otro trabajador y, por tanto, sujeto a los mismos paradigmas, derechos y obligaciones que el resto de la población que desarrolla una labor profesional como modo de vida. Se plantean los beneficios que para un oficio como el de político, comportará el simple hecho de contar con un código deontológico que le sea propio. Para su elaboración se revisan los conceptos fundamentales de una norma deontológica, tomando como base las directrices propuestas por organismos internacionales y revisando así mismo qué elementos clave son tenidos en cuenta en los códigos éticos de distintas formaciones políticas, que también pueden servir como guía. En este Código Deontológico para el Político Profesional, son palpables dos diferencias básicas con el resto de normativas deontológicas. En primer lugar, siendo consecuentes, al tratarse de una labor eventual, a la que el ciudadano llega comprometiéndose a abandonarla una vez acabada la legislatura, no tendría sentido contar únicamente con el corpus político en activo para su redacción. Por tanto, la primera y sustancial diferencia con el resto de códigos deontológicos es que sus receptores no participan, o al menos, no de manera exclusiva y única, en la elaboración de la norma que les será de aplicación, como sí ocurre con el resto de profesionales. La segunda característica que hace distinto a esté código deontológico es la voluntariedad de su colegiación. Algunas profesiones, como por ejemplo la abogacía o la medicina, convierten la colegiación en requisito indispensable para el ejercicio, como garante ante la ciudadanía de unos valores irrenunciables que amparan tanto al profesional como al cliente. Otros oficios, en cambio, aunque no lo precisan, sí la consideran aconsejable, pues igualmente dota al trabajador de un plus de confianza de cara al usuario. Justo en la palabra confianza, es en la que procuro incidir con mi propuesta de colegiación voluntaria para el profesional de la política. Evidentemente se puede adquirir la condición de político, de manera legítima, con la simple victoria en unas elecciones, pero ¿y si se añadiese una garantía extra demostrable a ojos de la ciudadanía? Debe conseguirse que la colegiación para la persona que pretende tomar posesión de un cargo público, se convierta en sinónimo de transparencia y responsabilidad, en aras de conseguir un mayor prestigio y honorabilidad, puesto que accede a someterse a nuevos controles, no únicamente a los filtros ya establecidos (oposición política, judicatura, opinión pública, examen de la prensa, organismos de control de la propia administración), tamices por otra parte, que en ocasiones no parecen haber sido muy efectivos si se atiende a los múltiples casos de corrupción existentes, pero que aun así son necesarios y básicos para el Estado de Derecho. Una duda inmediata arremete contra la propuesta de un código deontológico específico para el oficio de político. ¿Cómo vigilar al vigilante?, cuando una de las funciones del poder ejecutivo es regular precisamente los diferentes sectores profesionales a través de la administración corporativa, ralla en el cinismo constatar cómo nunca se han dedicado a procurar una reglamentación deontológica propia, que guíe y marque un camino claro y transparente del que debe ser el quehacer político cotidiano. Si consideramos el ejercicio de la política como una profesión más, se hace también necesario el control y vigilancia de la tarea de los políticos en activo, por parte de un organismo independiente, no vinculante pero moralmente irreprochable, que ejecute una supervisión (verificación, inspección, denuncia) de la tarea del político profesional. El organismo propuesto, bajo la denominación de “Colegio Profesional del Político Electo” será diferente a la mayor parte de los conocidos, pues sus integrantes serán multidisciplinares y procederán de ámbitos tan distintos como la heterogeneidad presente en nuestras sociedades. En la composición de este nuevo organismo de administración corporativa colegial deben participar profesionales de distintos ámbitos académicos, asociaciones ciudadanas y vecinales, sindicatos, agrupaciones empresariales, y un largo etcétera, sin olvidar la concurrencia de políticos eméritos de reconocida trayectoria. Otra de sus características principales será la colegiación voluntaria para todos los políticos profesionales. Si bien que voluntaria, la pertenencia a este colectivo concederá un valor añadido a la confianza que la ciudadanía puede depositar en el cuerpo político. Acatar este nuevo código deontológico supone dotar de un nuevo examen, control y auditoría a la gestión política, complementario a los ya existentes. Esta nueva garantía, no exenta de mayor responsabilidad, dotará a la labor profesional del político de una transparencia inaudita hasta la fecha, puesto que su alcance se extenderá incluso más allá del abandono del cargo político. No colegiarse, en cambio, sembrará una sombra de suspicacia en aquella persona que se dedica a la política y que no está dispuesta a asumir las directrices del Código Deontológico del Profesional de la Política ni a aplicar la transparencia que en ella se reclama. Se cuenta de antemano con que la primera reacción de los políticos en activo será prácticamente la de una oposición frontal. La mal llamada “clase política”, cuando compruebe que esta nueva normativa puede transformarse en un pretexto para recortar / reducir / eliminar sus irrebatibles privilegios y prerrogativas, se mostrará en desacuerdo. Pero sin permitirme caer en el desánimo, lo que pretende esta investigación es precisamente espolear la conciencia ciudadana para que exija la política honesta de la que es merecedora y luche contra la fácil resignación que podría acabar en rendición, dejando todos los asuntos públicos en manos “de los políticos”. Se pretende que este nuevo Colegio Profesional, encargado no sólo de la redacción de la norma deontológica, sino también de velar por su cumplimiento, se convierta en un nuevo instrumento de control de los políticos en activo, con la suficiente reputación y prestigio como para convertirse en una auténtica salvaguarda de la honorabilidad en la política. Aquello que debe convertirse en una evidencia demostrable es que, si la persona escogida como representante ciudadano se colegia, y por tanto asume como propio el Código Deontológico del Profesional de la Política, debe inferirse que pretende asumir el cargo público con una responsabilidad, aun mayor si cabe, que la que le confiere el cargo. Con la colegiación de manera voluntaria, la persona accede a someterse al escrutinio de un nuevo elemento en liza, a la observación, examen, control y vigilancia del Colegio Profesional del Político Electo, que periódicamente dará cuenta públicamente de sus actividades y emitirá informes donde quede constancia de su tarea. ¿Y qué motivaciones tendrá un político recién nombrado en el cargo para colegiarse? Pues llana y simplemente, la respetabilidad. Una persona puede decidir libremente sobre si colegiarse o no, pero el simple hecho de no hacerlo puede despertar suspicacias, sobre todo si el rival político sí consiente en hacerlo. Es sabido que los políticos en activo toman muchas de sus decisiones auspiciados por ejércitos de asesores que tiene en cuenta la perspectiva cortoplacista, que va a verse tensionada si no acepta colegiarse, especialmente si otros políticos sí consienten en hacerlo. El control complementario que supone la colegiación pretende, legítimamente, controlar su gestión y hacerla totalmente transparente. Sabido es que, a menudo, el político no toma la mejor decisión, sino la menos lesiva para sus intereses, y cuando se encuentre en la tesitura de demostrar su honradez con este simple gesto, aunque sea de mala gana, accederá, puesto que no hacerlo tendrá peores consecuencias en cuanto a su reputación pública. El objetivo último de esta investigación aspira a plantear una suerte de alternativa al concepto tradicional que nuestra cultura política reserva para los cargos electos, esbozando una propuesta de cambio en la propia conceptualización que nuestra sociedad mantiene hacia sus representantes políticos.